viernes, 17 de junio de 2022

Los hombres buenos también existen

 

A Juan Escaño, in memoriam.

«Si quieres mandar, aprende primero a servir»

Fuiste un hombre bueno, y portabas, contigo, todo aquello que se supone llevan los hombres buenos, una luz capaz de alumbrar caminos oscuros.

Te gustaba comer e invitar en el postre a una sonrisa, y es que, ahora que lo pienso; nadie se aburría a tu lado. Te gustaba tanto dar que todo lo dejabas en el otro.

Tardaste en decidirte por el sacerdocio, esas eternas dudas sobre la iglesia y su financiación; ¡Ah! Ese mundo carroñero de Roma.

Pero... eso está ahí… ¿verdad Juan?... y seguirá estando... y lo más triste de todo es que no podemos cambiarlo.

Entonces decidiste hace lo más sencillo, ir a lo tuyo y mirar hacia otro lado. Y es que, uno no se puede pasar uno toda una vida retenido, a expensas de que los demás inicien el proceso. Lo entendiste a tiempo, menos mal, si no te hubieses quedado en ese lugar en el que no se avanza ni se realiza.

Te conocí de maestro de escuela y llevabas, tras de ti, a un auténtico ejército de Boy Scaotts. Fuisteis maestro, en toda regla, aunque no entendieses en toda tu vida una patata del Shidartta, ese.  Y mira en que insistí en que lo leyeras, pero tu vida marchaba paralela entre Santa Teresa y el trabajo incansable de San José Obrero.

Te pedí que me casaras, aunque no creyese ni un ápice en tu iglesia.

Y me la jugaste bien, dado que te solicité una ceremonia escueta y lo más corta posible. Casi hora y media, nada más y nada menos, me tuviste ante el altar. Luego, recuerdo leímos algo de Khalil Gibran a petición mía, para endulzar un poco la situación.

Retomé nuestra relación en el hospital Virgen Macarena, y en plena crisis budista por mi parte. Como capellán del hospital recuerdo que no parabas, saltando, de una planta a otra durante todo el día. Aunque, tus preferidas siempre fueron la de los niños y los terminales. Porque, ahora que lo pienso, siempre estuviste cerca de donde ahora estás.

Luego, me llamaste para que te echará un cable con los enfermos mentales del pueblo sevillano de Camas, y entonces montamos un curso de cocina con el objetivo de ampliar sus recursos y que pudiesen estos subsistir. Pusimos en dicha prestación todo un año de nuestra vida, cocinando y comiendo juntos, enfermos mentales de uno y otro bando. Me enseñaste a compartir  una misma mesa.

¡Juan, qué te gustaba comer! Más comilón que cocinero, sin duda. Aún recuerdo tus arroces apelmazados, digno del mejor de los albañiles, y a los que, por nuestra parte, respondíamos con un escueto; —esta rico —mientras intentábamos ingerir dicho pastizal.

También recuerdo la distribución de los alimentos en Cáritas, y en donde una larga fila de mujeres discutía sobre la porción que se llevaron la semana anterior.

Te cansaste de esta sociedad hipócrita y carente de solidaridad.


«Mi corazón, Señor, se hace mesa,
mantel blanco de amistad
para todos los hombres».

El norte de Perú, las misiones fue tu siguiente destino; te quitaste de en medio, cómo bien se diría, para pasar, entre balas y hambre, a repartir los garbanzos. Eras fuerte, como un viejo roble, aunque volviste mucho más delgado del Perú.

Recuerdo que entonces me dijiste; — ¡Que lote de garbanzos, Ricardo! ¡Nada más tenemos garbanzos! Anda dime alguna receta que ya no sé cómo cocinarlos.

Tus últimos años lo echaste entre las parroquias de San Juan del Puerto y Alanís de la Sierra, alejado de todo bullicio. En un pueblo donde aún uno se puede permitir el respirar y pasear, sin que a uno le empujen.

Luego llega tú último acto para conmigo, ese último detalle por el que el resto de la vida se ha hilvanado y sin posibilidad de que pueda deshacerse el tejido.

Parroquia de la Macarena, a la que llegaste muriéndote. Intentaste dar un homenaje a mi padre y con la intención de dedicarle unas palabras de despedida. No pudo ser, te caíste redondo; tal cómo un legionario de Roma, en medio de la batalla.

Y en esa caída, en ese querer y en ese último intento último por dignificar al que más se lo merecía, pusiste tus últimas fuerzas. Tras comprobar que no tomarías la colina, proseguiste y persististe en contra de los bárbaros perjuicios del sevillano idolatra y vacío. Y aún muriéndote corría más sangre por tus venas que todos esos que se dan golpes en el pecho, y en una iglesia rica en oro, pero que, a día de hoy, desierta en virtudes.

Entonces, comprendí que en esa rebeldía que se manifiesta ante lo adverso, en esa entrega hacia el otro se encontraba tu verdadera iglesia y no en los ornamentados mantos, ni en la luz de los cirios, ni en las chaquetas corroídas de falsa cortesía.

Tus últimas palabras para conmigo fueron; —Ya no está el horno para bollos, Ricardo.

En esos momentos entendí tu enorme calidad humana; ese viejo roble había caído partido como por el rayo —nos diría Miguel Hernández.

Descansa en paz hermano, en los cielos que ahora habitas. Los cuales, aguardo y deseo, de corazón, sean más confortables y nítidos que estos de por aquí abajo. Ahora que apenas se sostienen.

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