lunes, 17 de octubre de 2022

A años luz


Le comentaba esta semana a nuestro querido profesor Justo Sotelo, algo sobre esta película de Alain Tanner (Les années lumières); cuando por casualidades del destino —esas lindas casualidades que siempre me acompañan—, acaba de aparecer remasterizada.

Película de culto donde las haya, fruto del delirio de la época. Recuerdo que estaban «Brazil» de Terry Gilliam, «Siberiada» de Andréi Konchalovski, esta última de escenarios bellísimos y muy al contrario de las referidas anteriormente.

Por aquella época, los años 80, marchábamos en busca de mensajes iniciáticos en librerías esotéricas, tan de moda, y enfrascándonos en diálogos indescifrables para la juventud de hoy.

En Sevilla, recuerdo especialmente las librerías de Anatma y Osiris, donde pasábamos las horas intentando descifrar los mensajes ocultos de Gurdjieff o de Madame Blavatsky, entre muchos.

Pues sí, yo era un bicho raro de esos que querían hallar los secretos de los iniciados; veintitantos años, toda una vida por delante y un montón de pajaritos en la cabeza.
Esta película marcó un antes y un después en mi vida. Película de culto, basada en una novela de Daniel Odier, el que, sin duda, debió de empaparse de Castaneda, a lo grande, para escribirla.

Lírica, ensoñadora, delirante, rodada en un paisaje que fascina y no precisamente por su belleza; ese fuego en el cementerio de coches ¡Tan revelador!

La curación, por medio de cubrirse de tierra, desnudo, al igual que un rito ancestral de los viejos indios; la sanación del alma a través de los pájaros… con ligera alusión al mito de Ícaro. Temita sí que había, y para reventar.

El pasado regresa con fuerza, —me acaban de avisar del fallecimiento del viejo y sabio Lama Geshe Kelsang Gyatso—. El pasado regresa con fuerza, me repito...

Sin duda que esta noche visualizaré la película de nuevo, he intentaré mirarla desde aquellos años de tremenda ingenuidad, como si el tiempo no hubiera sucedido y yo hubiese alcanzado, al fin, uno de esos pasadizos secretos por los que se llega al corazón del conocimiento.

lunes, 10 de octubre de 2022

En mi jardín


En mi jardín, y siempre por esta época, sucede algo extraordinario.

Junto a la estatua de Plinio y de manera imprevista, pero totalmente natural, florece un gigantesco Jacinto o Nardo. Una planta que nadie sabe cómo ha llegado hasta aquí, pues que yo recuerde nunca fue sembrada por manos humanas.

Y si uno no supiera de la relación de Plinio con los Jacintos, todo quedaría como mera anécdota, no más. En su «Historia Natural» ya menciona a la planta de madera específica e incluso se sabe que le dedicó algunos versos.

De la relación de las flores con las viejas estatuas sabía mucho nuestro admirado Tolkien; recuerdo un pasaje donde el maestro describe la cabeza de una estatua que yace en tierra, tras ser decapitada y, sin embargo, una corona de caléndulas azules la corona.

Añadiré que dicha cuestión la he podido comprobar por mis propios ojos; por ejemplo, en el cementerio de «Arnos Vale», se podía percibir la tumba de una muchacha guarnecida por dos grandes árboles, tal si la estuviesen protegiendo y también recuerdo otra que llamó poderosamente mi atención; pertenecía a un viejo maestro y sobre la que habían florecido multitud de florecitas amarillas.

Uno no sabe porque sucede esto, ni la causa que lo origina; tan solo escribo sobre ello e intento respetar ese misterio que se encuentra por encima de todo tipo de razonamiento.

Ese enigma que se da entre las flores y los muertos.