lunes, 25 de abril de 2022

Calle Parras, 19


Mi infancia, hasta los siete años, estuvo marcada por dos frentes literalmente opuestos y a pesar de la cercanía que confrontan ambos lugares.

Uno era el ya desaparecido "Huerto del Pilar", concretamente en la calle Sollo, en un patio de vecinos conocido como “Del príncipe”. Era este un habitáculo enorme y oscuro, de tres plantas creo recordar. Pasé parte de mi infancia en su azotea donde vivían mis abuelos; lugar del que ya os hablaré más adelante.

El otro, era otro patio de vecinos; en la mítica calle Parras en el número diecinueve. Toda una leyenda que merece ser recordada. En mi próxima novela abordaremos el tema del 19 y de ese mundo que convergió en calle Parras entre los años de 1930 y 1950.

Hoy, pasada la Semana Santa, es de justicia rememorar aquellos instantes que marcaron mi vida.

En la calle Parras, nació mi padre, creció y se hizo hombre, por ello me he mantenido, durante toda mi vida, entre el rumor de sus historias y leyendas. Desde los fantasmas, hasta los instantes que da comienzo la guerra civil, vívida por mi padre y con la lucidez de un niño de cinco años...

Nada más pasar la Macarena, la calle Parras se iba desalojando. Esto que relato sucedía a mediados de los 60.

Frente al 19 había un bar, la mítica “Bolera”, mis recuerdos en susodicho lugar son muy claros y me llevan a un pasillo que desembocaba en un gigantesco patio coronado por una enorme morera.

Mi abuelo José, reservaba una mesa todos los Viernes Santos y en la que se daban encuentro los “Reina”. Este era un día de felicidad desbordada. Vestidos de nazarenos los hombres y de mantilla las mujeres se acercaban progresivamente a la mesa.
Recuerdo que mi abuelo José me sostenía sentado entre sus piernas, desde ese lugar devoraba todo con una curiosidad inusitada, la curiosidad que tan solo se da en un niño de cinco años…

No faltaba la cerveza, ni las aceitunas, ni las gambas; ese profundo olor entre mis dedos, al limpiarlas, se ha quedado en el recuerdo como una puntilla clavada sobre mi cerebro. Luego llegaban ciertas comparaciones obligadas; “Isidro tira bien la cerveza, pero como la del Baturones, ninguna”.

Conforme avanzaba el mediodía y la reunión subía de tono, daba comienzo el cante; desde los fandangos de Huelva hasta las sentimentales soleares de mi abuelo y mi padre. Entre actos, recuerdo a mi tío Miguel recitar entre una nube de cerveza dorada a Rafael de León, para introducirse en el evento mi tía Juana con aquello de 
“Madrina, por fuera jardín de rosas, por dentro zarzal de espina…”

No faltaban las saetas, ni el baile por sevillanas. Era otro mundo que, muchas veces, creo haberme imaginado, pero algunas fotos desvelan una realidad incuestionable.
Eso quedó ahí, hasta mis siete años, aproximadamente. Ya luego, un viento me llevaría lejos, muy lejos, destronándome de ese reino.

Quizás por ello, y de vez en cuando, cierro los ojos y me permito regresar, dejándome llevar por la fantasía del eterno retorno y creyendo, ingenuamente, tal como lo hace un niño de cinco años, que cualquier tiempo pasado fue mejor...

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