sábado, 2 de julio de 2022

La historia de Judith Scott, del infierno a la gloria


«Dejamos de hablar y de vernos, y entonces ella, dejó de existir»

Joyce Scott

Vi la película de Julio Medem; «¿Qué tienes debajo del sombrero?» Me emocionó de veras, muy profunda y a veces diría que hasta desconcertante. 

Que estas líneas supongan mi más sincero homenaje a Judith Scott, la tejedora.


Vino al mundo en un 1 de mayo de 1943, en el estado de Ohio (Estados Unidos) junto a su hermana Joyce. Ambas eran hermanas gemelas. Para Judith y Joyce, la vida había designado un destino paralelo; vestían por igual, compartían un hogar feliz junto a sus hermanos mayores y sus padres intentaron mantener una idílica semejanza entre los miembros más jóvenes de la familia.

Pero el cuadro que presentaba Judith era más que desalentador; sordomuda y síndrome de Down. Al llegar el momento de incorporarse a la escuela, la clasificación por parte del profesorado fue que Judith era imposible de educar, ni tan siquiera se aprobó su pase a la clase de niños con dificultad en el aprendizaje. Al no reconocerse su sordera, se pensaba que Judith era profundamente retrasada.

Por recomendación del consejo médico, los padres se decidieron en internar a Judith en la Institución Columbus State, una institución para personas con retraso mental.


Según John MacGregor, psicólogo e historiador de arte;

«Ella no parece tener un buen contacto con su medio ambiente. Ella no se lleva bien con los otros niños, está inquieta, come desordenadamente, siempre se mancha la ropa, golpea a los demás niños. Su influencia en la sala es una influencia perturbadora».

Jamás sus cuidadores se percataron durante los treinta años de internamiento de Judith que padecía de sordera, sin embargo, cierta inquietud permanecía en el pensamiento de su hermana Joyce;

«Una mañana me desperté y ella no estaba. Sólo recuerdo un espacio frío en mi cama, dejamos de hablar de vernos y ella dejó de existir».

Tras una larga lucha judicial Joyce consiguió la custodia de Judith en 1986, y tras observar los informes médicos de las instituciones por donde había pasado su hermana, descubrió largos lapsos de tiempo sin justificar, sospechando que podían haber experimentado ciertas drogas con ella.


Habían pasado treinta años, olvidada y recluida en el silencio. Se duda que se le hiciese jamás una adecuada revisión médica, ya que ningún médico le diagnostico su completa sordera. Nunca tuvo una educación especial, nunca aprendió un lenguaje de signos, nunca tuvo una amiga, un gesto, un compromiso por parte de nadie. Tan solo el silencio, la soledad y el vacío.

Una vez de vuelta con su hermana se incorporó al Centro de Arte Oakland, y tras dos años de familiarizarse y de situarse con el nuevo medio, Judith descubrió el hilo y la lana, gracias a la artista Silvia Seventy que le ofreció una madeja de hilo y unos palos de madera.

Entonces, el ser profundo que habitaba en el cuerpo de Judith renació, floreciendo como una flor lo hace a la orilla de un cenagal. Una nueva luz alumbraba a la artista, a partir de entonces se rodeó de cariño y ya no se volvió a hablar más de la Judith solitaria, ahora emergía una nueva naturaleza, el arte la había transformado, produciéndose un milagro.


Sus esculturas comenzaron a cotizarse al alza, sus obras alcanzaron precios que sobrepasaron los 30.000 dólares. Exponiéndose su obra en Lausana, Baltimore, Tokio, Dublín...

Con los años de creación Judith creció como mujer y se permitió vestirse, adornarse con sus excéntricos sombreros de colores y sus largas bufandas.

Judith llego a disponer de plena autonomía e incluso se permitía ciertas exigencias.

«Cuanto más aumentaban sus obras, más reconocimiento recibía y más adornos se colocaba. Era una expresión de autoestima» —dijo Joyce.

¿Qué escondía Judith en el interior de sus obras?

Cualquier cosa valía; un carrito de la compra, latas, zapatos, sillas… La tejedora con ese acto cubría el universo entero.


Judith se nos fue de este mundo en el año 2005, para ser un ejemplo de cómo prevalecer a pesar de los condicionamientos. Murió plácidamente en los brazos de su hermana a los 61 años, superando la esperanza de vida diagnosticada.

3 comentarios:

  1. Sabes que esta historia me toca el alma. Creo que es de mis favoritas de las que he tenido el lujo de conocer a través de ti. Gracias por este regalo. Besos:D

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  2. Sin palabras.
    Cuanto nos falta al ser humano (humano?) para aceptar lo distinto.

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    1. de momento te diría que largo trecho, pero aún así hay que ser optimistas. no queda otra y tirar para delante con todo.

      Besos, Ricardo.

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