martes, 15 de noviembre de 2022

30 Años

 


Llegué a Marchena hace aproximadamente treinta años, recuerdo que, ese día, hacía un frio tremendo y lo primero que hice fue pedirme una copa de anís; desgraciado de mí que pensaba que me iban a poner anís del mono o castellana.

No, nada de eso.

Repentinamente mi garganta se convirtió en la de un dragón, de esos que salen en una serie de televisión que está tan de moda, y si hubiese tenido una chiquilla delante —al igual que en la serie—, sin duda que la hubiese chamuscado, ahorrándole el dinero del láser y demás depilados.

Entendí desde el principio que, en Marchena, y por mucha agua que lleven sus subterráneos, habitaba en ella un fuego muy hondo y profundo.

Ese fue solo el principio, pasado unos días descubrí un barrió que me ganó por entero. Se encontraba prácticamente en ruinas, le decían; «el de San Juan» y, tal como en otros lugares mágicos, el tiempo parecía haberse detenido.

Paseé por algunos de sus notables edificios, como la plaza Ducal que me dio la sensación de formar parte del decorado de una de esas películas del neorrealismo italiano.

Era muy temprano, hacía un frío tremendo y tan solo se oía el sonido de unos grajos negros. Crucé un portalón muy antiguo y ascendí hasta un convento en el que compré mazapán con forma de frutas. Luego me enteré que allí se confinó San Juan de la Cruz, para dar vida a uno de los manifiestos más grandes que ha dado la poética castellana; me refiero, nada más y nada menos, que a su Cántico Espiritual.

Recorrí sus calles y me deleité con su pastelería –única en el mundo—de origen claramente mozárabe.

En esos primeros días me empapé de Marchena y todas las señales me decían que al fin había encontrado una casa, un hogar.

Me sorprendieron algunas palabras de uso común y que no pertenecían a diccionario alguno; palabras heredadas de padre a hijos; susurros que cruzan devenires y heridas, conformando un lenguaje vivo en el tiempo, pero jamás transcrito.

Oí cante antiguo en las tabernas, —cante de verdad y no simulado— y me di cuenta que Marchena se hallaba apartada de la vía principal que vertebra Andalucía, por lo tanto, la vida se manifestaba en un orden distinto al que rige en otros lugares.

Olor a churros en las mañanas, café, panaderías que mantienen la receta centenaria de unos molletes que no se exportan, pero que conserva aquella fórmula que alimentara a romanos y andalusíes.

Marchena pertenece a otro sistema, manera de pensamiento o cualquier tipo de administración, llámese como se quiera.

En Marchena el Péndulo de Foucault se mece al son de unas nanas antiguas, al grito de las batallas y conquistas, con todo el dolor que este conlleva. Allí los segundos se confunden con horas, los días con años y estos con los siglos; y por más que se empeñen, estoy seguro que esto sucederá así hasta el fin de los tiempos.

Marchena es un río de agua que siente, a pesar de todo el fuego que lleva por dentro.

3 comentarios:

  1. Preciosa forma de describir un lugar que sin dudas, te alberga. Siempre estará en tí, al fin y al cabo, treinta años, son treinta años. Besos :D

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  2. Que bello que hayas encontrado tu hogar!!
    Hermoso lugar😊

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