sábado, 5 de noviembre de 2022

Adiós, loco.



 
Corrían mediados de los ochenta y yo trabajaba en un restaurante llamado Rayuela, cuyo nombre derivaba en homenaje a Julio Cortázar.
Se hallaba situado en la calle don Remondo de Sevilla, era este un restaurante pequeñito y muy coqueto, donde sonaba música clásica y se servía comida preferentemente francesa.

Ejercía de jefe de cocina, tenía un Seat 127 blanco, muy viejo y hacía poco me había echado novia. Durante mi estancia en dicho restaurante descubrí a Cortázar, Antonio Blay, Krisnhamurti, Castaneda y muchos más, pero lo mejor de todo era mi recorrido nocturno por la madrugada sevillana.

Agonizaban las últimas tabernas del barrio de Santa Cruz, y yo me permitía aparcar en la mismísima puerta de la catedral.

Allí, en ese deambular nocturno conocí a Quintero, no me atrevería a describirlo; era tan diferente, y marcaba tanta diferencia con respecto al resto. Le gustaba la filosofía profunda, Walt Whitman, el vino tinto, León Felipe, y su carcajada era capaz de resonar por encima de la ópera de Wagner que sonaba, casi a diario, en el mítico pub Abades. Le gustaba rodearse de chicas guapas y me encantaba ese pañuelo o bufanda que vestía su cuello; era una especie rara ese Quintero, sin lugar a dudas.

Lo cierto es que no tengo ni idea el porqué de esos estrafalarios negocios, como el Montparnasse, donde pasé muchas tardes en su cocina. Una ruina sin precedentes.
En mi quedará su voz llenando las estrechas calles sevillanas, la noche oscura de cuando en Sevilla habitaban los misterios y con aquel piropo, en una taberna hoy desaparecida, en la que me calificaste como el cocinero más loco y bucólico que habías conocido.

Mañana hace cinco años de la muerte de mi padre, seguro que estará deseando recibirte, en ese reino donde habitan quienes tienen mucho que contar.

Hasta siempre, príncipe de la palabra, habitante de esas noches en la que pocos son capaces de beber.

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