domingo, 14 de agosto de 2022

Luciérnagas, de Haruki Murakami

Hay textos capaces de hacernos cambiar el ánimo, yo les llamo textos sanadores. Corresponden a momentos específicos dentro de una obra, donde el autor o autora se encuentra consigo mismo, trascendiendo al escrito.

Ya he traído algunos ejemplos a estas páginas, ahora repito con el gran Murakami, sobre todo en una de sus primeras obras, dotada de una frescura maravillosa.

Estos textos se pueden utilizar en talleres de Arteterapia o crecimiento personal, incluyéndolos donde consideremos necesario. Comprobareis el efecto que producen, un resultado liberador y a veces extraordinario.

En Japón el signo de la luciérnaga es metáfora del amor apasionado, pero también representan las almas de los soldados muertos en combate. El simbolismo de la luciérnaga no es más que dotar de luz la oscuridad, el acto mágico por excedencia.


En mi casa brillan por San Juan, la semana previa se pueden percibir centelleando en el jardín. Para mí representa la esperanza; la esperanza a esa naturaleza, que a veces misteriosa, continua impasible a pesar de la mano demoledora del hombre.

Os dejo algunos párrafos sacados de la obra de Haruki Murakami, llamada Tokio Blues.


«A finales de mes, Tropa-de-Asalto me regaló una luciérnaga. La había metido en un bote de café instantáneo. Dentro había unas briznas de hierba y un poco de agua; en la tapa se abrían unos pequeños agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto como los que se ven en las orillas de las charcas».

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«Dentro del bote la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas desprendían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante».


«Al caer la noche, la residencia estaba tan silenciosa que hacía pensar en unas ruinas. Tomé el bote con la luciérnaga y fui a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado coger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la piel de un animal. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos del sol. Me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla. Una luna blanca casi llena flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjucu; a mi izquierda, las de Ikebukuru. Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad».

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«Intenté recordar cuándo había visto una luciérnaga por última vez. Cerré los ojos y me sumergí un momento en el recuerdo. Oía el viento con una claridad meridiana. Aunque no soplaba con fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro extrañamente brillante. Abrí los ojos y comprobé que esa noche de verano era, si cabe, más oscura. Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito».

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«La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó».


«Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad».

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«Esperé una eternidad. Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos, inmóvil, observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur».

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«Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia la oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos».

1 comentario:

  1. Tokio Blues es una joya de libro. Cuánta lectura entre líneas además guarda. Y en cuanto a las luciérnagas, mágicas. Me ha encantado la entrada. Besos :D

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