miércoles, 9 de octubre de 2024

El Parsifal de la calle Alhóndiga


Ayer estuve recordando la primera vez que oí el Parsifal de Wagner. Fue en una vieja casona de tres plantas en la calle Alhóndiga de Sevilla. Yo subía unas escaleras —o las bajaba—, ahora no lo recuerdo bien.

El caso es que su preludio, aterciopelado y digno de una pieza de orfebrería, llegaba a mí como una mítica nebulosa desde la planta superior.

Era esta una casa extraña y laberíntica, como las de Cortázar, dividida en estancias, cuyo eje central convergía en una planta acristalada donde se compartían la cocina y el baño.

Las habitaciones eran de dimensiones majestuosas, dignas de una película de Visconti, con techos altísimos y rematadas por un minúsculo balcón que daba a la estrecha calle.

Recuerdo que, mientras sonaban los primeros compases del preludio, tuve la sensación de caminar suspendido sobre una nube de algodón.

Corrían los años ochenta, esos benditos años ochenta, y en la esquina de la calle Alhóndiga había una taberna que guardaba ese olor a cerveza que solo las viejas tabernas sevillanas pueden conservar.

Regentaba la susodicha taberna mi amigo Pepe —aquel que siempre lucía un delantal inmaculado—, regordete, con unos mofletes tan colorados que parecían pintados a propósito. Allí solo se degustaban cerveza y altramuces. El mundo era mucho más sencillo por entonces.

—La memoria, a veces, se convierte en un depósito, un bálsamo amable—.

Ayer terminé de leer Nací de George Perec, ese libro que, como mencioné, me trasladó a París sin necesidad de avión. Continué con las labores en el huerto y por la tarde me dediqué a recomponer mi destartalado blog.

Hoy, quizás me llegue a la playa. "Necesidad de hablarle al mar", diría Alberti. Luego, tras descansar, me refugiaré en la Sonata de Otoño de don Ramón del Valle Inclán, un viejo ejemplar de 1963. Ya lo he dicho: donde habité la memoria, que se olviden las tablets, los ebooks y demás formatos indecorosos.

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