martes, 15 de octubre de 2024

Sevilla tuvo una niña

 





Sevilla tuvo una niña...

Así comenzaba la canción que inundaba mi cocina mientras preparaba unos pavías de bacalao. Una vez más, me vi envuelto en los recuerdos de una época lejana de mi vida, donde la fantasía y la realidad se entrelazaban como en una danza etérea.

Triana, ¿qué queda hoy de ti...?

Recordé un festival flamenco, un domingo por la mañana en el Teatro Álvarez Quintero, en los años 70. Fue entonces cuando Francisco Palacios "El Pali", junto con "El Turronero", convirtieron el escenario en una locura de cante y compás.

Triana, la antigua "Trayana", de fundación misteriosa... con su Cava de los Gitanos, donde la esencia del cante y el baile se fundían en lo sublime de la noche, creando mundos y almas.

Triana, donde los marineros encontraban refugio y los alfares árabes daban vida a la cerámica más exquisita.

Rumaykiyya, ese fantasma y última princesa de Sevilla, que aún susurra versos junto al Guadalquivir, recordando sus tiempos de esplendor junto a su amado rey.

Triana, ese rincón sagrado donde el río es dueño y señor, creador de su propia leyenda, de cada corriente, de cada marea...

Recordé la Capilla de los Marineros, testigo mudo de la historia, y aquel día en que arribó lo poco que quedaba de una expedición que había dado la vuelta al mundo. Y el olor a semillas de clavo que inundaba Sevilla...

Me vino a la memoria esa Triana valiente y rebelde, enfrentándose a las tropas de Queipo con piedras y aceite hirviente.

Triana, ¡oh, mi Triana!, cantaba Imperio Argentina desde lo alto de unas murallas demolidas y hoy casi olvidadas...

miércoles, 9 de octubre de 2024

El Parsifal de la calle Alhóndiga


Ayer estuve recordando la primera vez que oí el Parsifal de Wagner. Fue en una vieja casona de tres plantas en la calle Alhóndiga de Sevilla. Yo subía unas escaleras —o las bajaba—, ahora no lo recuerdo bien.

El caso es que su preludio, aterciopelado y digno de una pieza de orfebrería, llegaba a mí como una mítica nebulosa desde la planta superior.

Era esta una casa extraña y laberíntica, como las de Cortázar, dividida en estancias, cuyo eje central convergía en una planta acristalada donde se compartían la cocina y el baño.

Las habitaciones eran de dimensiones majestuosas, dignas de una película de Visconti, con techos altísimos y rematadas por un minúsculo balcón que daba a la estrecha calle.

Recuerdo que, mientras sonaban los primeros compases del preludio, tuve la sensación de caminar suspendido sobre una nube de algodón.

Corrían los años ochenta, esos benditos años ochenta, y en la esquina de la calle Alhóndiga había una taberna que guardaba ese olor a cerveza que solo las viejas tabernas sevillanas pueden conservar.

Regentaba la susodicha taberna mi amigo Pepe —aquel que siempre lucía un delantal inmaculado—, regordete, con unos mofletes tan colorados que parecían pintados a propósito. Allí solo se degustaban cerveza y altramuces. El mundo era mucho más sencillo por entonces.

—La memoria, a veces, se convierte en un depósito, un bálsamo amable—.

Ayer terminé de leer Nací de George Perec, ese libro que, como mencioné, me trasladó a París sin necesidad de avión. Continué con las labores en el huerto y por la tarde me dediqué a recomponer mi destartalado blog.

Hoy, quizás me llegue a la playa. "Necesidad de hablarle al mar", diría Alberti. Luego, tras descansar, me refugiaré en la Sonata de Otoño de don Ramón del Valle Inclán, un viejo ejemplar de 1963. Ya lo he dicho: donde habité la memoria, que se olviden las tablets, los ebooks y demás formatos indecorosos.