jueves, 19 de junio de 2025

Sombra y Luz

 



Jung decía “Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad”.

Siempre me han atraído las sombras, ese espacio sin definir que, al mismo tiempo, genera desconcierto y exige al ojo —y al alma— imaginar lo que se esconde detrás. 

En la penumbra, todo adquiere una densidad distinta: los contornos se diluyen, el tiempo parece suspenderse, y el silencio se vuelve materia.

Quizá por eso me resulta tan sugerente trabajar con la luz como si fuera arcilla, moldearla apenas, dejar que la sombra diga lo que la claridad calla. En el fondo, toda imagen es una negociación entre lo que mostramos y lo que decidimos velar.

Nos vemos obligados a construir nuestra propia realidad a partir de lo que percibimos, aunque esa percepción esté siempre incompleta, subjetiva, frágil. No hay garantías de verdad. Solo fragmentos, intuiciones, símbolos. Como en los cuentos.

Recuerdo El hombre de arena, de Hoffmann, con ese juego entre miedo, deseo y alucinación. Recuerdo a Caperucita atravesando el bosque, ese arquetipo universal de tránsito hacia lo desconocido. Y recuerdo —con especial ternura y vértigo— a Harry Haller, el lobo estepario, perdido en sus noches interiores, donde la oscuridad no era amenaza, sino un escenario propicio para el encuentro con uno mismo.

La oscuridad tiene su propio lenguaje. Su belleza. Su ley. Como lo expresó Shakespeare con cruda dulzura: “Si debo morir, encontraré a la oscuridad como a una novia y la estrecharé entre mis brazos”.

Creo que todos, en algún momento de la vida, necesitamos ese abrazo. No para perdernos, sino para descubrir desde dónde queremos volver.

Y es ahí donde aparece la fotografía, ese arte que no teme a la sombra. Que, más bien, la abraza. Que la necesita. Porque sin ella, sin su espesor, no habría profundidad, ni contraste, ni emoción.

Si alguien se atreve —y esto no es metáfora—, que me lo diga. Nos aventuraremos juntos en una profunda oscuridad. Cámara en mano, mirada abierta, sin miedo.

P. D.: Hablo de fotografía. Que a nadie se le escape el pensamiento… aunque, obviamente, es libre de hacerlo.


viernes, 6 de junio de 2025

Las hijas de Adán, de Isamar Cabeza



Hoy quiero invitarles a adentrarse en una historia poderosa. Una obra que no solo nos convoca por su extensión —que también—, sino por la profundidad, la hondura emocional y la fuerza de sus personajes. Hablamos de Las hijas de Adán, de Isamar Cabeza.

Ecos de grandes novelas

Para situar esta novela en el mapa literario, podríamos buscar parentescos con otras grandes obras de estructura coral, protagonismo femenino y fuerte anclaje histórico:

Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, nos habla del lugar de la mujer en una España patriarcal y rural.

La Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, muestra el conflicto entre deseo y moral religiosa.

El corazón helado, de Almudena Grandes, con su saga familiar atravesada por la memoria colectiva.

Inés del alma mía, de Isabel Allende, donde una mujer desafía su tiempo.

El origen: Cádiz, 1810

La historia comienza en Cádiz, un 25 de diciembre. Doña Pepa, con apenas 16 años, se sienta en el primer banco de una iglesia.

«Una frontera invisible e infranqueable los separaba como clases sociales, casi como especie».

Estamos en pleno asedio napoleónico. Cádiz, símbolo de resistencia y cuna de La Pepa, la Constitución de 1812. Un escenario perfecto para arrancar una saga de mujeres valientes.


Mujeres que resisten

A lo largo de la novela, las mujeres entran y salen de escena. Los hombres... se ausentan, se pierden, se desvanecen. Aquí no hay complacencia con la mirada masculina. Esta es una novela de decisiones tomadas desde el dolor, desde lo inevitable.

Y sin embargo, brota la fuerza. Lo indemne. Lo que brilla incluso en la sombra.

Masculinidad sensible

Los hombres buenos, en esta historia, también existen. Pero son distintos. Sensibles, vulnerables, disidentes de la norma.

«¡Había deseado tanto encontrarlo y matarlo con sus propias manos...!»

«El barbero más alegre de Cádiz yacía en el suelo, bocarriba... rodeado por gatos en su soledad más extrema».

Espiritualidad, consuelo y aromas

La espiritualidad también se abre paso. Como Pura, que se convierte en Caridad. O Manuela, que encuentra refugio en sor Lucía.

Y si hay algo que destaca en esta novela es el aroma. Esta es una obra que huele.

Huele a letargo, a café, a mar, a lavanda, a azufre. A jazmín y castañas asadas. A leche caliente y a sábanas limpias.

Los sabores, sin embargo, son más ásperos: purgantes, hiel, dureza. Hasta que aparece Jorge, y con él, la ternura.


La cocina, espacio de identidad

En la cocina, las mujeres se reencuentran. Es un espacio de redención y memoria. Y también de herencia:

«Doña Pepa apareció en la cocina toda vestida de blanco, radiante. Podía confundirse con una virgen de altar...».

Amor improbable, amor verdadero

La novela transita entre Cádiz, Sevilla y aldeas escondidas. En ese camino, germinan los amores improbables.

Como el de Constanza y Germán. Ella convertida en hombre. Él, reconociéndose mujer. Y ambos, reconociéndose el uno en el otro.

«Su amistad se convirtió en un poderoso bastión sobre el que ambos se apoyaban...».

Y mientras tanto...

Los franceses, Pepe Botella, los bandoleros, las epidemias... Y siempre: el río, la catedral y el mar.

Isamar Cabrera escribe con prosa limpia, directa, emocionante. No busca adornos: cuenta, y al contar, nos conmueve.

Una novela que sana

No es una novela más. Es un camino de sanación. De identidad. De salvación.

Y detrás de cada línea, de cada página, late una gran mujer. Una gran escritora. O mejor dicho: una escritora que es más mujer aún cuando escribe.


«Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos de pie».

— Emily Dickinson