No sé por qué, pero para mí la ciudad de París siempre ha sido el lugar perfecto para celebrar principios. Un espacio donde a uno le gustaría tener muchos amigos y pasear sin rumbo, dejándose sorprender por cada esquina.
Es una ciudad ideal para captar el ritmo de la vida. Quizá sea esa miscelánea de personas, esa mezcla en la que uno puede encontrar de todo, lo que hace que alguien como yo halle su propio refugio. París es un sitio perfecto para perderse, para pasar desapercibido y, al mismo tiempo, descubrirse a uno mismo.
Me fascina deambular por sus calles, como Cortázar con la Maga, buscando ese pequeño tesoro del día: ese instante inesperado que podría ser cualquier cosa.
Recuerdo un bar en la Rue Saint-Honoré donde me encontré con el personal más peculiar que uno pueda imaginar. Sus vestimentas parecían salidas de una película de George Lucas más que de cualquier rincón conocido.
También recuerdo aquella calle larguísima y un balcón abierto, como un verso de Lorca. Desde dentro se veía a una joven probándose un largo vestido blanco, mientras una modista marcaba sus formas. Todo envuelto en esa irrealidad tan propia de París, donde las cosas nunca son del todo lo que parecen.
París es una ciudad mágica a la que uno necesita regresar de vez en cuando, quizá para recordar que el mundo no es tan sólido como aparenta.
Muy pronto —si todo marcha bien— volveré a ella. Beberé del tiempo que ya pasó y que, tal vez, nunca fue como nos lo contaron. Recorreré los lugares de siempre, cargados de historias, y brindaré por Hemingway, Joyce o Modigliani, esas figuras que susurraron relatos increíbles, de los que ya no suceden hoy.
París siempre es una iniciación, un principio, un resorte indispensable para seguir escribiendo.
Un lugar donde el tiempo parece detenerse y cualquier revolución es posible, incluso la de encontrarse a uno mismo.
