lunes, 31 de enero de 2022

Algunas consideraciones sobre Clarice Lispector

 

«Escribo para mí misma, para sentir mi alma hablando y cantando, a veces llorando».

Que uno se sorprenda a estas alturas yo diría que es bastante difícil, pero que además de sorprenderle le llegue un libro que sea capaz de emocionarle, a la vez que le roe los sesos; eso sí que es un Imprevisto, tal como diría Clarice.

Pues eso me ha sucedido, tras oír cierta recomendación en radio, no pude impedir acercarme a esta mujer cuyo enigma comenzaba a desbordarme.

Ya con el libro en mano y conforme me adentraba en su lectura, concretamente en la colección de sus «Cuentos Reunidos» de la editorial Siruela, descubrí una manera diferente de expresar lo emocional. Una mujer capaz de desnudar sus más íntimos y enrevesados secretos hasta límites insondables, abordándolos de forma metafísica y capaz de desmenuzarlos como miguitas de pan.

Reconozco que me ha costado entender alguno de sus relatos y que a veces hasta he llegado a pensar que no me encontraba a su alcance. Terminaba de leer el cuento y me decía; no tengo ni idea de que me has querido contar, Clarice, pero que bien me lo has dicho, hija.

El alma de la mujer expuesta sin tapujos, entre el dolor y las más absurdas banalidades. Sin duda el mejor diálogo interior desde Joyce.

Me llega algo de la poetisa nicaragüense Gioconda Belli, para nada la Señora Wolf, como tantos la comparan, y mucho menos de Kafka.

Clarice es dulzura y una aguja clavada en la epidermis a la vez. Pincha, y sabes que cuanto escribe ha pasado por el proceso de ser vivido. En Clarice no hay trampas, es la vida la que cuenta nada más.


Llegó a Brasil desde Ucrania cuando apenas tenía un año de edad. Nació un 10 de diciembre de 1920 y falleció un 9 de diciembre de 1977, para ella todo sucedía en diciembre.

Su padre se llamaba Pinkhas y era un hombre brillante que tuvo que abandonar la carrera de matemáticas, para sobrevivir a la barbarie nazi.

Tras la revolución bolchevique, su madre Mania fue violada por soldados rusos que le contagiaron sífilis. Por entonces el matrimonio ya tenía dos hijas, Elisa y Tania, razón por la que decidió buscar otro bebé, dado que en su país existía la creencia, que de esa forma una mujer podía curarse de aquella enfermedad venérea.

«Así que fui creada adrede: con amor y esperanza. Pero resulta que no curé a mi madre. Y hasta el día de hoy me pesa esa culpa: me crearon con una misión específica, y les fallé».

Desconsolada, la niña le volvió la espalda a Dios. «Se enojó con él, porque le quitó la vida a su madre». Sin embargo, ella poseía un talento y cierta vocación mística que se percibe en su obra, razón por la que con el tiempo se fue acercando cada vez más a ese Dios que había matado a su mamá. Descubriendo que se hallaba forjado de la misma naturaleza que ella, porque todos somos sangre y entrañas; tenemos una universalidad que nos hace nacer y morir con algo interior. Esto era lo que Clarice llamaba Dios. 

Ella, como muchas personas tras el holocausto, se cuestionaron si el pueblo judío era el pueblo elegido por Dios. Si los nazis mataron a dos millones de niños, sin duda que debía ser un Dios monstruoso. «¿En qué dios podemos creer entonces?», se preguntaba. En ese sentido, nos dice su biógrafo; «Ella es la más grande escritora judía después de Kafka, porque revela una posibilidad espiritual para los que creemos que el mundo es cruel y no tiene sentido».

Los escritos de Kafka dejan las puertas cerradas. Uno llama y no hay respuesta. En Clarice, en cambio, las puertas se abren a cosas diferentes de las que se esperaban antes del siglo XX.

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