miércoles, 21 de agosto de 2024

La Virgen de Picasso




En el verano de 1906, Picasso estaba más quemado que la pipa de un indio. Había hecho subir más de treinta veces a Gertrude Stein a su estudio del Bateau-Lavoir para pintar su retrato, pero aquello no fluía. La relación con Matisse le había desbordado, y necesitaba encontrar su propio lenguaje en la pintura.

Entonces, sus dos amigos, Ramón Reventós y Eric Casanovas, le hablaron de un pueblo perdido en el Pirineo catalán. Tras un interminable viaje, Fernande y él se instalaron en la única posada del pueblo, en una habitación del primer piso. 

Dado el magnetismo del pintor, podemos asegurar que revolucionó la vida del pueblo, un lugar anclado en unas costumbres arcaicas y que no estaba preparado para acoger a un personaje tan exigente.


Pero quien más cambió fue el propio Picasso. La experiencia en Gósol supuso un antes y un después en su vida. Obsesionado con lo ibérico y todo lo primitivo, Picasso descubrió una talla policromada de la Virgen en un santuario abandonado en la montaña. Hoy, esta talla se expone en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.

Se cuenta que Picasso subía cada día para pintar a la Virgen, hasta que comprendió que ya tenía la respuesta que tanto buscaba. En ese instante, podemos asegurar que cambió todo el arte que se daría en el siglo XX. Regresó a París y terminó el cuadro de Gertrude Stein, su marchante.

El primer cuadro de una representación cubista fue un paisaje de Gósol, que le regaló a Josep Fontdevila, el dueño de la posada. Mientras lo observaba con interés, Fontdevila le dijo:

—Mira, Pablito, déjate de rollos que de la pintura no vas a vivir, pero que sepas que aquí siempre tendrás tu casa.

El cuadro se perdió y hoy es fruto de la leyenda. Su valor se considera incalculable...



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