martes, 28 de junio de 2022

Don Miguel de Unamuno y aquel histórico discurso.

 

El discurso de Miguel de Unamuno en la apertura del curso académico 
de 1900-1901 de la Universidad de Salamanca.

Al abrirse a los jóvenes estudiantes un nuevo curso, en esta solemnidad de su inauguración pública, nada más propio, sin duda, que dirigirles en alocución exhortativa consejos sobre el ánimo con que han de perseguir sus estudios, y advertencias respecto a lo que de ellos debemos esperar.

Los últimos reveses de la patria nos han ocasionado, a vueltas de su maleficio, un saludable efecto, cual es el de hacer que convirtamos a nosotros mismos nuestras miradas para esforzarnos con ahínco en conocernos mejor. Y en este prurito de propia inquisición es la enseñanza pública uno de los institutos sociales a que más nuestro examen de conciencia se endereza, ya que es en los jóvenes en quienes ha de poner la patria sus esperanzas más corroboradas. Mal pueden, en efecto, darle nueva vida los que en la antigua fraguaron su espíritu. A vosotros los jóvenes toca disipar la plúmbea nube de desaliento y desesperanza que a tantos cela la ruta del porvenir. Sois vosotros los que tenéis que descubrirnos a España y marcarla luego un fin, que no lo es ella en sí misma

Los que a otras actividades que no la vuestra viertan su espíritu, podrán preocuparse más exclusivamente en hacer a España vigorosa, grande, opulenta, y llenarán, de cierto, su deber al hacerlo, pero vosotros debéis considerar que no es la patria un fin sustantivo, sino medio más bien para que mejor nuestro destino humano cumplamos, y habéis de buscar, con esto en consonancia, a qué propósito hayan de ordenarse el vigor, la grandeza y la opulencia que para ella ambicionamos si es que han de descansar sobre sólidas bases. Vosotros habéis de ser mañana ministros de la reflexión común, y a reflejar con plena conciencia el espíritu de la comunidad habéis de tender desde luego. En el seno mismo de esta comunidad patria, en los anhelos genuinos del pueblo de que somos parte, es donde hemos de ir a despertar el ideal dormido, pues toda realidad por algún ideal vive, ni la hay, en rigor viable y fecundo más que en las entrañas de la realidad misma. Para ello, os lo repito, menester os es descubrirnos a España.

Descubrirnos a España digo, porque si es cierto, como por muchos se nos asegura, que su mayor riqueza material en su subsuelo se esconde esquiva mientras araña el labriego con el tradicional arado la ligera capa que la recubre y vela, en su subsuelo espiritual también, en los no escudriñados soterraños de su cotidiana vida colectiva yace tal vez el venero de su renovación futura mientras seguimos arañando con nuestra crítica y apologética en las humosas glorias de su capa histórica. Tenéis que descubrir a nuestro pueblo tal como por debajo de la historia vive, trabaja, espera, ora, sufre y goza.


Y debéis estudiar también a vuestro pueblo porque siendo aquel de quien vivís, con quien vivís y por quien vivís, es su estudio el único que puede llevaros como por la mano a conocer con entrañable conocimiento a la humanidad toda. Hay en este examen algo de introspección colectiva y social. Mucho de hondo contiene el dicho de esta tierra, que reza así: «Quien vio Frades, vio todos los lugares». Las referencias que acerca de extrañas gentes obtengáis serán siempre retratos y trasuntos de realidad; realidad misma sólo en torno vuestro habéis de encontrar.

Los jóvenes que acudís hoy a estas aulas a que os traslademos lo que otros averiguaron o lo que de la realidad hemos directamente averiguado nosotros, tenéis que interrogar a la realidad misma que se abre liberal a quien la invoca. Pero es preciso que la miréis cara a cara sin interposición de librescos prejuicios, es menester que las lentes de las doctrinas recibidas no estén ahumadas adrede o por descuido. Las disciplinas que aquí se os trasmiten son legado de los siglos, recordatorio de la humanidad, es cierto, pero también lo es y con mayor plenitud aún la realidad exterior concreta, la actualidad palpitante. En la vida común que os rodea, en las costumbres a que todos por hábito ajustamos nuestra conducta, en lo que sucede en la plaza, en el mercado o en la feria, en el templo, en el hogar o en la campiña late el pasado más vivo aún que en todos los libros, crónicas y documentos, donde de ordinario no quedó más que su engañoso y deformado trasunto.

¿Historia? Historia es lo que en torno vuestro ocurre, el motín de ayer, la cosecha de hoy, la fiesta de mañana. Sólo con el hoy aquí entenderéis rectamente el ayer allí, y no a la inversa; sólo el presente es clave del pasado y sólo lo inmediatamente próximo lo es de lo remoto. Lo que no descanse de una manera o de otra en el presente, ya a flor de él, ya en su lecho de roca sedimentado, no fue más que fugitiva apariencia. Es el presente el esfuerzo del pasado por hacerse porvenir y lo que al mañana no tienda en el olvido del ayer debe quedarse.


En la historia apenas se oye más que a los bullangueros y vistosos; los silenciosos y oscuros, que son los más, callan en ella y por ella se deslizan inadvertidos. Oyese en la nuestra el trotar de los caballos de los moros que invadieron nuestro suelo, pero no el lento y silencioso paso de los tardos bueyes que trillaban en tanto las mieses de los que muy de grado se dejaron conquistar. Y sin la comprensión de esto es aquello incomprensible.

¿Literatura? Sólo se refresca y corrobora acudiendo de continuo al siempre inexhausto manantial de cantos, cuentos, consejas, dicharachos, relatos, refranes y leyendas que guarda y lega el pueblo, y empapándose en la vida de éste.

Otra cosa es caer en literalismos. Si leéis el antiguo y siempre verde relato del mítico Homero no se lo entrañará mejor el que con prolijo aparato de erudición y apuro, glosas y escolios intente desmenuzarlo, si no quien sea más capaz de ver, cerrando los ojos, con los de la imaginativa, a los mozos de su pueblo empeñarse en una pedrea con los del lugar vecino por cuestión del noviazgo de uno de ellos…

¿Lenguas? Jamás comprenderéis con comprensión activa y fecunda, no pasiva y estéril, cómo una lengua vive mientras no abráis los oídos a la que en vuestro derredor suena, prestándolos atentos y fieles a los modismos del vulgo, a sus dichos y decires, a todo lo que como a barbarismo indigno de atención han solido desechar los que hacen del lenguaje un producto de pacto literario sujeto a académica prescripción.

¿Derecho o economía? ¿Habéis observado los tratos y contratos, trueques, retrueques y cambalaches de una feria con sus alboroques de añadido? ¿Sabéis cómo vive el labrador vecino o por qué cultiva trigo y no otra cosa y cómo paga su renta y su parte al fisco y cómo se gana la vida?


Bueno es el estudio de reflejo en libros y ajenas lecciones, muy bueno sin duda, pero sólo en cuanto a la realidad directamente intuida nos guíe. Mas sucede con harta frecuencia, por desgracia, que el libro os aparte de la realidad, del texto vivo el muerto, en vez de descubrírosla; acontece que en estos penumbrosos claustros se os enflaquezca la vista y el sol os estorbe luego para ver al aire abierto y a la luz libre. Traed a la memoria la escuela en que se os enseñó a leer, escribir y contar y la recordaréis como una jaula, en medio de la campiña aireada y soleada no pocas veces. ¿Os sacaron a ésta a aprender en medio del campo, por visión directa, lo que el campo a nuestro estudio ofrece? Y si por acaso os educasteis en vuestros primeros años en alguna ciudad, ¿os llevaron a ver las obras de arte o de industria que ella guardara?

Nos cuidamos muy poco de la niñez; cierto culto a los antepasados quita sitio en nuestro corazón al culto debido a la posteridad.

Y así un publicista hoy muy leído, Kropotkine, ha podido escribir «que el niño reputado como perezoso en la escuela es a menudo aquel que comprende mal lo que le enseñan mal», añadiendo esta severísima sentencia: «Vuestra escuela se convierte en la Universidad de la pereza como vuestra prisión en una Universidad del crimen». Podéis tachar esta acerbísima sentencia de exagerada, en hora buena, pero es lo cierto que en vez de satisfacer las preguntas que espontáneamente brotan del niño, las ingenuas cuestiones que, como silvestres flores que se abren, la vida misma a la mente presenta, suscítensele otras en que nunca hubo pensado, interrogaciones a que suele desembocar una investigación mal planteada, cuestiones ociosas, de puro ejercicio escolástico a menudo. Ansía el inocente libre juego espiritual, gozar de los movimientos de sus potencias y facultades, y sométanle a gimnásticos volatines. Y este daño se remata adiestrándolo más tarde para la polémica y la discusión en esgrima de gladiador esclavo, no para la investigación pacífica, en labor de combatiente libre.

Líbreme Dios de predicaros que cerréis los libros, pero sí os repetiré que aprendáis a ver al través de ellos la vida, y no al través de ésta los libros, como hoy tanto ocurre. Poco se lee aquí, por desgracia, pero es donde se lee menos donde más daño puede hacer aquello poco que se lee.


Traduciendo una vez en mi clase cierto pasaje que cuenta Heródoto cómo para embalsamar los cadáveres les ingerían en el vientre los egipcios resina de cedro, hube de preguntar a mis alumnos si conocían este árbol, y todos me contestaron que no, y éstos, los mismos que confesaban no conocerlo, podrían verlo en uno de los paseos de esta ciudad. Y habrá acaso quien sin conocerlo mejor lo tome de tópico, que suele serlo el cedro del Líbano. En tópicos de retórica hemos convertido merced a tal educación no pocas especies en un tiempo henchidas de vida y realidad, en flores de trapo las antaño naturales. Estudiante forastero habrá que de esta ciudad se vuelva a su pueblo, concluida su carrera, sin haber visitado todos, absolutamente todos los monumentos y reliquias del pasado que ella encierra, o si es de nuestra Facultad de Letras, sin haber contemplado en La Flecha el escenario que inspiró al maestro León tantas páginas admirables de sus preñados diálogos de los Nombres de Cristo, en que describe aquel paraje, o los sotos que Meléndez Valdés cantara, o el histórico campo de los Arapiles.

No sé qué proyectéis excursiones a contemplar obras de arte o la obra eterna de Dios, la naturaleza, ni sé que organicéis investigaciones sobre vivo de tanto aspecto de la realidad ambiente como nos solicita a estudio. Toda vuestra actividad académica fuera de esta casa redúcese, a lo que sé, a reuniros en otra para discursear y discutir sobre lo que otros formularon o pensaron. No os reunís para fines genuinamente científicos, de ciencia que se hace y no la que se recibe hecha, pero os falta tiempo así que se os ofrezca el más liviano pretexto, para echaros de holgorio por esas calles, paseando las banderas de las Facultades. ¡Y a esto hay quien llama patriotismo!


Sed aplicados, sí, sedlo, pero no olvidéis que no lo es más quien se encierra en su cuarto a mascullar ajenas ideas, o, lo que es ya malo, a aprenderse de coro ajenas frases, sino quien va a todas partes con los ojos y los oídos bien abiertos y en la mano el corazón. Aspirad a que de vosotros se diga: «¡Ha vivido mucho y bien!», más que: «¡Cuánto ha leído!». ¡Cosa terrible sería en verdad una educación con antojeras, como a las bestias de tiro, en que sólo vierais alargarse sin fin ante vuestros ojos la cinta árida y polvorosa de la carrera, sin que os recrearan y confortasen el ánimo los frescos sotos, lozanos prados o frondosos montes que a un lado y otro de ella se despliegan! No ha de enseñársenos aquí tanto a ganar la vida cuanto a vivirla, a vivirla por la ciencia y en ella.

No perdáis tampoco de vista que la experiencia nos enseña cuán frecuente es el fracaso en la vida y en la ciencia de no pocos sobresalientes cargados de laureles académicos. La emulación, aguijada por vanidad no pocas veces, esa deplorable emulación que nuestro infausto sistema de notas y recompensas fomenta, rara vez puede dar opimos frutos. Es un sistema condenado hoy por los más juiciosos pedagogos. No habéis de proponeros sobrepujar a los demás sino sobrepujaros a vosotros mismos, ser hoy más que erais ayer. No os suceda que sudéis y agotéis vuestras juveniles energías en certamen de competencia, como quien corre en pista o redondel, mientras podríais marchar a paso por el camino de la vida. Suele ser no pocas veces en una joven señal de vigoroso espíritu el que atento a la suprema recompensa de conquistar la verdad, único premio digno de nuestros afanes, no se doblegue a enseñanzas que en sí o en el modo de ministrárselas le repugnen, el que no se fuerce a aprender lo que en su conciencia reputa dañoso o vano por un mezquino empeño de amor propio y de vanagloria.

Y en justa correspondencia, deber es del maestro en una disciplina cualquiera inspirar afición a ella en sus discípulos, hacerles amar su estudio.

Si algo distingue a la verdadera juventud es la redundancia de vida, redundancia que para la mente se convierte en comezón de todo saberlo, de inquirirlo todo, en curiosidad a todos los vientos orientada. Y parece como que enseñándosenos tanta cosa que por muerta no nos interesa, hace conseguido tan sólo el que ya no nos interese lo vivo. El niño a los ocho años es un surtidor de preguntas, no se le caen de la boca los porqués, mientras que a los veinte parece poseer ya la clave de los misterios o que de ellos se le dé una hija; está en el secreto, porque le han enseñado que las cosas consisten en la consistidura, que no en otra explicación vienen a dar las soluciones puramente verbales que nos regalan en vez de enseñarnos a saber ignorar e inquirir. Porque es el saber ignorar el principio de toda ciencia; el saber ignorar aunado al querer averiguarlo todo. Saquemos fuerzas de la conciencia de nuestra propia ignorancia.


No perdáis tampoco de vista que la ciencia es para la acción y que todo cuanto no vivifique vuestra obra de mañana nace ya muerto en vuestra mente, pero al tomar en consideración esto no entendáis que haya de sujetarse la ciencia a eso que llaman algunos con estrecha comprensión, lo útil. Buscad la verdad y su triunfo y todo lo demás se os dará de añadidura.

Muchos de los descubrimientos que más han intensificado la vida del linaje humano Se han cumplido mientras el inventor perseguía pura y desinteresada satisfacción de saber, otros se debieron al acaso. Lo que más hizo maestro de civilización al pueblo griego fue su siempre despierta curiosidad, curiosidad de niño, casi sin ulterior propósito, su espíritu platónico, su amor por la caza intelectual más que por la pieza que en ella pudiera cobrarse. Han trascurrido siglos antes de que se hayan traducido en eso que se llama aplicaciones útiles las desinteresadas lucubraciones de Pitágoras, Arquímedes, Euclides, Eratóstenes y tantos otros.

Si alguna vez la pereza mental os dijese: «No quieras saber eso, teorías y nada más que teorías que no han de servirte para la práctica», sabe que de obedecerla no será tu práctica más que rutina, pereza en acción.


El culto a la verdad por la verdad misma es cosa que os predicarán muchos, pero muy luego contradirán su propia predicación. Porque es ése un culto que en su oficio no se deja arredrar ante la secuela práctica que de una afirmación teórica pueden sacar, cegados por sus pasiones, los hombres; ni jamás juzga de la verdad de un principio porque sus consecuencias arruinen nuestras más arraigadas instituciones o ahoguen los fundamentos que, con razón o sin ella, ponemos a los más caros sentimientos de nuestro corazón. La verdad es terrible para el que sólo busca el consuelo a que esté habituado, sin crearse otro en ella.

La inquisición de la verdad por la verdad misma, sobre fe robusta de que nos lleva siempre a la acción más fecunda y más sana, y no el buscarla como soporte de lo que tenemos ya establecido, ha de ser el cimiento de vuestra ciencia. Habiéndole advertido a un insigne pensador francés, a Taine, las consecuencias que de una de sus enseñanzas podrían sacar los franceses, dicen que respondió: «¡Cuando escribo no pienso en que haya franceses en el mundo!». No os acordéis de que hay hombres cuando investiguéis la verdad, que debe erigirse sobre todos los hombres y sobre las aspiraciones e intereses humanos todos. El hombre para la verdad, no la verdad para el hombre.

Utilitario fue sin duda el origen de la ciencia; la necesidad de saber para vivir y no una vana curiosidad movió al hombre a escudriñar los secretos de la vida de la naturaleza y del espíritu; de las exigencias de la navegación surgió la astronomía; de las mediciones de tierra en Egipto, la geometría, pero el hombre debe aspirar a elevarse sobre su propia humanidad y a hacer que el conocimiento, hijo de la acción, sea padre de ésta. Será, pues, vuestra más honda labor, la de los que a la ciencia os consagréis, extraer reflexivo pensamiento del espontáneo y casi inconsciente obrar del pueblo de que formáis parte, para que ese pensamiento revierta a la acción, vivificado en la conciencia antes; preparar mediante la reflexión del hábito recibido por el pueblo el que se habitúe éste a lo reflexivo que ha de recibir; llevar a luz de inteligencia lo instintivo para que cuaje en instinto lo intelectual. Pero esto habéis de buscarlo con pureza de intención, sin propósitos bastardos, cuales son los que sólo a corroborar los ya consagrados apotegmas tienden.


Hay quien a pretexto de su ninguna o escasa utilidad posterga ciertos estudios. La más noble tarea es hacer que sea todo útil, y la más noble confianza creer que todo llegará a serlo. «Necesitamos estudios de aplicación» —dicen—. ¿De aplicación?, de aplicación ¿a qué? A lo ya establecido, a lo presente, a lo constituido. ¿Y los estudios propios para establecer el porvenir?, ¿los que engendran generosas utopías, los estudios de creación? Frente a la ciencia constituida yérguese la constituyente; junto a los estudios de aplicación, los de creación. Ni cabe, en rigor, aplicar cosa alguna con eficacia sin crearla de nuevo.

Sumergíos, pues, en la vida a verla con visión especulativa y desinteresada, a dejaros empapar en realidad inmediata y actual con pureza de intención, sin pedirle más de lo que pueda daros ni exigirle argumentos para soluciones de antemano trazadas a medida de nuestros deseos. Si lo hacéis comprenderéis muy luego que no cabe la realidad en fórmulas ni conceptos silogizables, porque rebosando de ellos, se desborda. La infinita complicación de su trama, su inextricable tejido habrá de enseñaros a desconfiar de todos los sistemas que pretenden encerrarla en fábrica lógica. Y esto os habrá de emancipar de una de las más profundas y arraigadas llagas de nuestro espíritu nacional: el dogmatismo, padre de sectas y de intolerancia.

La rebusca de la verdad con estricta sujeción a los hechos y sin tesis previa es la mejor escuela de humildad, de modestia y de tolerancia; el aprenderse estampadas afirmaciones redondas y escuetas, fórmulas y apotegmas decididos ex cathedra lo es de soberbia intolerante. No caigáis en el ipse dixit ni olvidéis que todo lo que puede saberse entre todos lo sabemos. Y aprended a la vez a cuestionarlo todo, a poner en tela de juicio hasta lo que más asentado y axiomático os parezca, a no aceptar postulado alguno si es que queréis gozar viva visión de lo real. Y no excluyáis nada. Tened el espíritu abierto.

Lo necesitáis y lo necesitamos nosotros, los que el Estado os pone de administradores de ciencia. Vosotros nos habéis de hacer catedráticos, maestros. De arriba, de lo que llamamos, no sé bien por qué, arriba, apenas puede esperarse regeneración alguna para la enseñanza, que no se pliega ésta a decretos, y de nosotros mismos, los profesores, sólo vendría bajo excitación y acicate vuestro. ¡Empujadnos! «La verdadera educación —decía Michelet— no abarca sólo la cultura del espíritu de los hijos por la experiencia de los padres, sino además, y con mayor frecuencia aún, la del espíritu de los padres por la inspiración innovadora de los hijos». ¡Ojalá vinieseis todos henchidos de frescura, sin la huella que os han dejado quince o veinte exámenes, y trayendo a estos claustros no ansia de notas sino sed de verdad y anhelo de saber para la vida, y con ellos aire de la plaza, del campo, del pueblo, de la gran escuela de la vida espontánea y libre!”

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